En tu trabajo, te han acusado de situaciones que no son responsabilidad tuya, solo para elevar el ego de tus superiores o justificar su propia jerarquía. Te hacen sentir que tu voz no cuenta, que tus ideas no son lo suficientemente buenas. Te culpan por problemas ajenos o te cuestionan constantemente para hacerte sentir que no eres competente, todo con el fin de mantener su posición de poder. En lugar de apoyarte y ayudarte a crecer, prefieren invalidarte para resaltar su propia autoridad, dejándote sin espacio para defenderte.

Lo mismo ocurre en la universidad, cuando te enfrentas a un jurado de examen o a tu profesor en la defensa de tu proyecto. Te presionan con preguntas que parecen diseñadas más para inflar su ego que para evaluar realmente tu trabajo. Te cuestionan hasta el agotamiento, buscando que no puedas responder o cometas algún error que justifique su jerarquía. Este tipo de dinámicas hacen que pierdas tu confianza, te sientas inseguro de tus capacidades y te bloquees.

Y en tus relaciones de pareja, ¿te ha pasado que te culpan de todo o te exigen cosas que no te corresponden? Tal vez te hacen sentir inferior, invalidan tus sentimientos o te hacen dudar de tus propias emociones. Todo bajo el pretexto de que “es por tu bien”, pero en realidad, te están manipulando y controlando. Esto puede dejarte sintiéndote sin poder para defenderte y sin saber cómo poner límites, incluso en las situaciones más cotidianas.

Hubo un tiempo en mi vida en el que me sentía completamente vulnerable. Ya fuera en el trabajo, en la universidad o en mis relaciones personales, siempre parecía que me quedaba callado cuando realmente necesitaba defenderme.

Recuerdo una presentación de mi proyecto en la universidad. Cuando estaba frente al jurado, la presión era tan intensa que sentí que nunca podría proteger mis ideas frente a aquellos con más poder y experiencia. Cada vez que respondía a sus preguntas, me sentía cada vez más pequeño, como si cada palabra que decía solo empeorara la situación. En lugar de sentirme respaldado, comencé a sentir que no tenía salida. Después de un par de preguntas especialmente difíciles, simplemente dejé de responder, aceptando todo lo que me decían, aunque no estuviera de acuerdo. Mi mente se nublaba, y pensé: “Si simplemente me quedo callado, quizás esto termine pronto.” Fue un momento de total rendición, donde perdí la confianza en mis propias capacidades para defender lo que había hecho con tanto esfuerzo.

En el trabajo, la situación no era mucho mejor. A pesar de que tenía buenas ideas que realmente resolvían problemas, nunca parecía recibir el reconocimiento que merecía. Me encontraba compartiéndolas con cautela, temeroso de que me descalificaran o las ignoraran por completo. Con el tiempo, esa falta de respuesta positiva me empezó a llenar de miedo. Comencé a dudar de mí mismo y me preguntaba si realmente tenía algo valioso que aportar. Poco a poco, me volví más distante, evitando interactuar demasiado con los demás. Comencé a ir al trabajo solo para cumplir con mi deber, como una máquina que hacía lo mínimo necesario para sobrevivir, pero sin esperanza ni entusiasmo. El trabajo se convirtió en un lugar cansado, desmoralizante y depresivo, donde mis ideas no eran escuchadas, y lo peor de todo, ni siquiera sabía cómo defenderlas.

En mis relaciones personales, el patrón era similar. Me culpaban por cosas que no tenía control y me exigían más de lo que era justo. Mis sentimientos, mis necesidades, eran ignorados o minimizados. Me hacía sentir que no merecía respeto y que, por alguna razón, mi voz no tenía el mismo valor que la de los demás. Pero lo peor era que, al igual que en la universidad y en el trabajo, no sabía cómo defenderme. La constante sensación de ser invisible o invalido me dejaba emocionalmente agotado.

Sin embargo, todo esto cambió cuando entendí que, aunque la jerarquía o el poder puedan estar presentes, yo soy una persona como ellos, que merece respeto y valoración. Mis ideas también son válidas, y tengo el derecho de expresarlas con firmeza. Aprendí que no solo puedo defenderme, sino que tengo todo el derecho a poner límites cuando me culpan por cosas que no me corresponden o cuando intentan responsabilizarme de situaciones que están fuera de mi control. A pesar de la jerarquía, no tengo que quedarme callado ni ser sumiso. Es válido emitir mis ideas de manera asertiva, defender mis derechos cuando es necesario, y enfrentarme cuando siento que me están tratando injustamente.

Fue un proceso largo, sí, pero al aprender a defenderme asertivamente y a argumentar de manera clara y firme, comencé a sentir que mi voz realmente valía. Ya no temía cuestionar lo injusto, ni ceder a la presión de aquellos que intentaban desvalorizarme. Mi voz ahora tiene poder, y lo que antes era una lucha constante con el miedo, hoy se ha convertido en una herramienta de confianza y respeto.